Los dioses también vuelven a la tierra

¡Hasta su estatura se había alicorado, porque hoy era un hombre despojado de zapatos y con la mente atiborrada de aceitunas¡.

Lo pude ver entre las sombras de la gente y entre los ruidos de las respiraciones. Parecía satisfecho y su ritmo acezaba con el ritmo de la tarde. Oraba en su ocaso al ocaso de la tarde.

Habían pasado cien años, y los cien años parecían haber logrado aplacar lo indómito de su corazón cerrero, que siempre fue por la vida al galope de las ideas oscuras en potros que nunca sentaron las cuatro patas al mismo tiempo sobre el piso.

Me relató compungido sus cambios naturales a la vista cercana de la muerte, y cómo abandonó la retórica semanal por el placer carnal del realismo diario, y prefirió escoger el camino de la paz beatífica a aquel otro que siempre blandió sin escogencias: la lucha de contrarios.

Supe exorcizado cómo abandonó con racionalidad de elefante las huestes gloriosas del eleatismo, y como en un día que parecieron años pudo finalmente imponer su decrepitud externa a la otra decrepitud: la interna. ¡La caducidad de dios¡.

Habló de la racionalidad del círculo desde que parte de la nada y se embala en un viaje hacia la nada, hasta que obtiene el todo con el reencuentro de la nada, al final del círculo.¡ Su vida en tramos rectos discontinuas había logrado dejarse vencer por la geometría acariciante del universo circular. ¡ Su teorema de la vida sobre el todo absoluto se tornó en aquel otro: el cero absoluto¡. El calor de antaño se tornó en ese otro calor: ¡el calor del frío¡.

¡ Había vivido el placer de la vida sin recatos, y había enseñado las mejores lecciones de altruismo ¡. Manipuló el pecado hasta cuando pudo estrasijado disectarlo en un papel por partes y mostrarlo vuelto añicos, desprotegido del placer de la prohibición. ¡Fue su médico hasta que la vida empezó a dudar de sus recetarios de aflicciones y de sus curas de memoria, y le cobraba sus escepticismo con fiebres de realismo¡.

Nunca vi a Federico más cercano a la vida que aquel día que lo noté como acosado por la muerte. Respiraba ululante una paz interior muy cercana a la beatitud, y sus hábitos casi siempre intemperantes y sin amarres, lucían ceñidos y traslúcidos, guarnecidos de amarres de todas las pasiones.

Al final de la vida parecía olvidado del pasado, y reconstruía con cánticos de placer beato la misma vida que criticó en sus semejantes, que en lugar de ser otros siempre trataron de parecerse a los demás. ¡Hasta su estatura se había alicorado, porque hoy era un hombre despojado de zapatos y con la mente atiborrada de aceitunas¡.

Me alejé ilusionado de aquel Federico de ficción, diferente del Federico del recuerdo, y olvidé el de esta noche de ocaso, porque poco halago me concita el ocaso de los dioses.

Algún día seremos cual Federicos, y abandonaremos por la excelsitud los dones antinaturales de que nos dotó la vida, por esos tantos otros que honran, ya lo rudo de la vida, ya lo apremiante del Alzheimer.



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