UN PUEBLO QUÉ PENSABA

Los comicios estaban candentes. Se trataba de elegir al burgomaestre que mejores realizaciones prometiera. Y la ciudad merecía una persona que gozara de una imaginación desbordante, imparable. Y en ello, Samuel llevaba la delantera. Parecía un equipo de fútbol conformado por once atacantes.


Su principal fuente de ideas era el transporte público, y con ella la movilidad. Y su representación del metro para Bogotá nunca se le despegó de la cabeza, desde aquella feliz niñez cuando su abuelo lo llevó a conocer el poder al palacio de Nariño adornado de cañones de fiesta y tranvías de feria. Siempre asoció el Metro de Bogotá con la Pirámide de Giza, y no estaba muy errado, porque construirlo valía un Potosí.


Entretanto, mientras la nación le estudiaba la manera de pagar la metro idea, sacaría adelante su mini idea de las mascotas: todas tendrían derecho a la vida y honra ciudadana, serían sus acompañantes permanentes, y todas sin excepción se transportarían en una jaula, con los colores de la bandera. Como dotación especial, cada jaula contaría con pozo séptico. En contraprestación el Distrito donaría por cada mascota, un zurrón para el agua.


Y al final no se diga, que Samuel no pensaba en todo. Y el pueblo apreció su imaginación callejera, su espíritu faraónico y lo quemó en la plaza principal, a punta de votos.

Y al final se diga, que el pueblo no pensaba en todo.



EL PENE DE RÁUL


Cuando Raúl se empezó a morir, sólo podía recordar como sola cosa del pasado, el denodado trabajo de su pene.

Muchas damas habían pasado por su férula candente, y hoy escasamente recordaba sus rostros, o mejor, no se acordaba de ninguno, a pesar de la confusión de la memoria.

Se ufanó tanto de su herramienta, que le aseguró a sus amigos, ahora fallecidos, que prefería un Alzheimer en su vejez a una disminución en la arrechera, porque los recuerdos pueden esperar, pero la arrechura no.

En su pensamiento faraónico tenía el convencimiento, que ninguna mujer supo lo que era vida, si no había hecho parte del colchón de Raúl.

De manera que cuando Raúl llamó al Maestro para pedirle consejo a la hora de la muerte, el Maestro sin parpadear, le espetó:

Sólo resta una cosa por hacer D. Raúl. Decir en el testamento, que tu última voluntad es enarbolar sobre el ataúd un asta, y en su extremo que se cuelgue tu instrumento de trabajo, el pene de Raúl”. “Que cuelgue, no, que se erija como un obelisco”, alcanzó a decir..

La carcajada sonora inundó la habitación, y la manzana, y el barrio, y el municipio, y el departamento, y el país, y todo se puso de color rojo turbio, y el rostro a Raúl se puso tan lívido, que muertecito de la risa, sobre la cama se revolvió por última vez.

Y el maestro cumplió su última voluntad.