UN NOMBRE LLAMADO DESEO

Pareciera en el mundo, que quien más tiene más quiere, y como en el caso de la memoria, su ejercitación conduce a una sed sin medida.

Y desear no es tan malo como pareciera, a no ser que con esa ansiedad continua, llegáramos hasta el colmo del político que pisotea sin escrúpulo la propia fuente de su alimento.

Y desea el rico y desea el pobre. Y desea el filósofo, y desea el maestro, y desea la madre, y hasta el cura desea. Sólo el abúlico luce sano en el arte del deseo.

Todas las religiones enseñan que desear es necesario, y hasta las filosofías más avanzadas en el difícil arte del deseo, lo recomiendan. Pero en algunas personas se acendra tanto el deseo, lo practican y lo estimulan, que no sólo se torna en una urgencia diaria sino en una profesión de vida. La ingeniería del deseo toca a sus puertas, y terminan haciendo eco en un tren llamado deseo artificioso.

Y ni hablar de aquel deseo interior del que no se habla en público, que ahora se discute y se practica en las escuelas y colegios, el deseo sexual, que hoy se estimula y se estudia desde las tempranas horas en las aulas, deseo sexual que se repasa en libros de figuras sobre imágenes aún no encarnadas, deseo sexual que se aprende aún antes de que manifieste sus primeras revelaciones, deseo sexual que despertamos en nuestros infantes ahora más temprano que antes, aún a riesgo de cambiar los paradigmas que permitieron el asentamiento de las civilizaciones.

Desde el día ya lejano en que el hombre inventó la ropa, ese día se dio carta de ciudadanía a los deseos. Y el don natural de desear para vivir, desapareció del lenguaje, y se dio paso al vivir para desear. Hoy copan nuestro pensamiento diario, deseos naturales agazapados con los deseos artificiales, y a veces no sabemos y hasta confundimos unos y otros.

La medida del deseo es el metro de la vida, se podría decir, porque desear sin medida conduce al triste estado de postración que obliga al hombre a inventar una nueva versión del edén: la drogadicción, que es el estado mental de deseo total donde todos se cumplen hasta la muerte. Y morir con los deseos puestos, es la única manera de practicar en nuestro cuerpo el deseo infinito de la satisfacción.

Cada vez que nos proponemos un deseo, estamos violentando nuestro ser natural por conseguirlo. Cada vez que conseguimos un deseo, saboreamos el minuto eterno de una felicidad de gallo. Entre desear y obtener el deseo hay un abismo tan grande que nuestra imaginación aplana, hay un tiempo muerto que nuestro reloj no mide, y está sin limites la mejor parte de la vida, correr. La vida pierde su encanto cuando dejamos de correr.

Si tuviera que vivir por los deseos, prefiero la parte de la vida que corre desde el nacimiento del deseo hasta minutos antes de obtenerlo. Lo que pase después, a la basura.

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