UNA PARÁBOLA PARA EL RETORNO

El guerrillero de pelo catire, acaballado sobre la ceiba inmensa, se sentía desde su puesto de observación propietario de la vida, de la muerte y del paisaje. Su silencio monótono por lo conocido, remolcaba otro silencio implacable por lo desconocido: un fusil, y todos sabemos que no hay cosa más silenciosa que un fusil cargado.

Creer es muy monótono”, era la frase que tatuaba en cada árbol desde donde prestaba la vigilancia diaria, como una forma inverosímil de sacarse aquella otra tatuada en su cerebro, que le hostigaba el ánimo: “si quieres la paz, no hables con tus amigos, sino con tus enemigos”.

Narcotizado por el paisaje y la seguridad que ofrece estar situado en la cima del mundo, emprendió somnoliento un largo vuelo imaginario, tarareando en la memoria aquello de que “es inconcebible una revolución que no desemboque en la alegría”. Qué bueno sería, pensaba.

Sus treinta años de lucha armada le habían desentejado la cabeza, lo habían forzado a disparar más de un millón de tiros que le dejaron en contraprestación un cuerpo añadido en retazos añadidos en afanes, y lo habían obligado a deambular por toda la geografía nacional cual judío errante sin dios vengativo ni ley del monte que le sojuzgara. Se hizo rey en la creencia de “el que muere paga todas las deudas”. Y aguijoneaba la vida con acechanzas, cual tahúr de la existencia, teniendo siempre presente aquello de que “La vida es un juego del que nadie puede en un momento retirarse llevándose sus ganancias”.

Había deambulado inopinadamente de la mula al helicóptero, de la mula al avión y en multitud de ocasiones de la mula al jet. “El camino no es largo cuando amas a quien vas a visitar”, se repetía en los fragores más enconados de la cacería humana.

Estaba convencido, como casi todos los compañeros de lucha, que el avance de la ciencia en todos los aspectos de la vida del hombre, daba sus buenas manos, haciéndole olvidar tantos amaneceres de correr bajo la lluvia celestial enemiga, al tableteo de una mini uzi digital asesina, al seseo de un mp3 que le acordeonaba el alma y al sobresalto de un ringtone que lo traía a la realidad guerrillera. Los escasos beneficios de la civilización los aprovechaba como si fueran los últimos, por aquello también aprendido en la guerrilla de que “La felicidad no es algo que experimentes, es algo que recuerdas”.

A pesar de los años de lucha, siempre lo persiguieron pesadillas grotescas en sus ratos de somnolencia precoz, donde un personaje simiesco con apariencia de elefante le perseguía y perseguía hasta capturarlo, y le espetaba cara a cara: “los gobiernos pasan, las sociedades mueren, la policía es eterna”. Se levantaba sudoroso, más cabeciduro que nunca, refregándose los ojos, repitiéndose incansablemente: “La policía es un mito, y los mitos son sueños públicos”, como le había oído decir a sus camaradas.

Y de nuevo, ya desperezado, revolvía sus ojos sobre la inmensidad verde, y los bajaba para cubrir y descubrir a su secuestrado y no perder de vista al prisionero de su yo, el cual se había transfigurado en su carcelero, arrastrando sin querer su vida de rehén.

Le saludaba ceremonioso, con una única frase masoquista que hilvanó en uno de sus pocos instantes de fruición sarcástica: “Buenos días, prisionero hermano”.

En sus ratos de desavenencia con su trabajo, de discordias y reprimendas con el comando mayor, y de rebeldía con su conciencia, le corroía una dicotomía que se le había metido en el corazón: la indiferencia total y la insensibilidad paralizante, de las cuales no sabía en cuánto tanto por ciento lo asediaban. Y repasaba de memoria la única frase de cantaleta que siempre le repitió su madre: “La indiferencia hace sabios y la insensibilidad monstruos”.

Cambió el arma de posición, estiró las piernas, y se oyó su grito de gol: que paren la tierra que yo me bajo.

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