UNA ALDEA GLOBAL

Érase una aldea, colgada en las montañas por encima de los 2600 metros, donde el frío era el pan de cada día, cada casa semejaba una nevera artesanal, sus calles peregrinas estaban asfaltadas de la escarcha de las madrugadas, y cada poblador parecía feliz por tener una vida propia independiente de la urgencia.

Se arribaba a través de vías asfaltadas, y en cada farol del camino colgaba un árbol. Una vida vegetariana izaba a cada individuo, y la ausencia de desastres había hecho innecesaria la presencia de la religión. Dios había sido olvidado, aún antes de la creación de la memoria del recuerdo.

Graffitis en algunas de las casas esquineras anunciaban inclementes: si usted ama, no necesita el amor de nadie.

Al principio, el centro de seguridad de los individuos y la sociedad fue el yo, pero lo reemplazaron por el usted, cuando descubrieron que el yo era la causa de todas las inseguridades del hombre.

Se aplicaron a vivir y revivir las tradiciones hasta la tarde en que descubrieron que las tradiciones no han impedido las guerras, y más bien parecen hacer la paz más intangible. Y se dedicaron a cultivar en hidropónicos la rebuscada y poco encontrada: paz de la mente, a través de preguntas del grosor del océano y de respuestas del tamaño y fecundidad de las lluvias.

Realizó el único paro cívico de la historia del pueblo la mañana de diciembre cuando el loco del pueblo descubrió desde la banca dura del parque, que no existe simetría entre el espacio y el tiempo, de solo barruntar que el futuro y el pasado no existen en el espacio. Y pudo corroborar sus descubrimientos, en su reloj de cuerda, cuando reparó que cuando el tiempo se detiene el espacio comienza.

En todos los individuos campeaba una especialidad, pulida desde la tierna infancia, masajeada a través de los años: la observación de la naturaleza y su conservación, en una ecología natal que conducía a dispersarse del tiempo, como cuando se emprenden unas vacaciones o como cuando se mira televisión: escapar de la vida.

Una pancarta en esparto a la entrada del pueblo, revela irresoluta lo que todo el mundo siente y nadie se confiesa: ¿ acaso los seres humanos son la semilla conocida de un árbol desconocido ?

Este pueblo de utopía, que aún no aparece en los mapas más actualizados, despide a sus visitantes, con otra pancarta, que lo resuelve todo: ¡ Lo mejor que podemos hacer por otro no es sólo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas ¡

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