POR ESTAS CALLES

Hoy prefiero salir a caminar por el mundo con mis mejores pantalones, por aquello de que “nunca lleves tus mejores pantalones cuando salgas a luchar por la paz y la libertad”.

Y veo que todo el mundo pasa junto a mí, con una fe de esas que mueven montañas. Parecen díscolos en su tentación de cumplir la vida, con el día a día. Y todos se alejan de mí, ya sin fe, porque para nadie es un secreto que quienes van a la montaña ya abandonaron la fe y se aprovisionaron de entrañas, en un muy subliminal efecto Doppler para los observadores.

Y aprovecho para sopesar las calles, y las encuentro mejor que antaño, pero cada vez en su inmensidad, incapaces de abarcar todo el tráfico creciente. ¡El Mar Rojo en la ciudad!. El hombre se enamoró del mar, y en su resaca de melancolía, lo arrastró a las ciudades, y lo instaló en sus calles. Nuestros mares urbanos de peces rodantes, chimeneas jorobadas y monstruos ruidosos, no temen a los tsunamis urbanos, porque la precariedad de sus avenidas sólo alcanza para descomponer chasises y columnas vertebrales de pasajeros.

Mis pasos pausados me hacen sugerir, que los andenes, esas repisas de cemento peatonal, a veces pavimentadas, casi siempre resquebrajadas, se ubiquen a 100 metros de distancia de las calles, para que los peatones podamos hacer vida peatonal, y no muramos lentamente en el intento de sobrevivir por la disputa del aire verde y del espacio incoloro.

Y no dejo de mirar las construcciones a lado y lado de las vías, todas apretadas, halagüeñas en puertas y ventanas y techos y cerraduras, erizadas en su afán de perseverar por encima de la vida del hombre, como en un intento burdo de repasarnos inequívocas la historia de la torre de Babel. El hombre desechó por lealtad a Dios su construcción, pero se inventó unas torres horizontales que en dimensión han triplicado aquella otra bíblica. Hemos logrado sobrevivir a los dinosaurios indemnemente, pero empezamos a librar una dura batalla contra el espacio, ocupándolo tan drásticamente, que hemos acabado por desaparecer su noción. ¡No duden que nuestros planeadores oficiales empezarán a vendernos mundos paralelos¡.

Más adelante en mí recorrido, en los suburbios cercanos, cuando las construcciones dejan de llenar el aire, y el paisaje libre se convierte en otro mar de tentaciones terrenales, miro en lontananza y observo que el paisaje al igual que las ciudades, se encuentra disectado por alinderamientos que multiplican el vecindario, y que separan colindancias de nadas. En su acendrado desarrollo de egoísmo intelectual, por milenios, el hombre inventó las fronteras y los territorios, y dividió el paisaje en kilómetros cuadrados. Hoy, a pocos siglos de congraciarse con la desaparición, todos los días retoca las fronteras, recompone las vecindades y paga con vida la construcción de muros divisorios que le garanticen tierra en algún lugar de la imaginación..

Veo con nostalgia, que kilómetros de muros en material de mampostería, encierran sin nostalgia centímetros cuadrados, metros cuadrados, hectómetros cuadrados y kilómetros cuadrados de terrenos que enclaustran la nada. ¡Oh hombre del presente, qué novedad científica has inventado, que en tu afán imperecedero, lograste al final darle cerramiento a la nada!.

Al regreso de la tarde, acosado por el hambre y la trifulca de la gente que parece disputarse el aire y el espacio, camino cabizbajo calculando aritméticamente que existen en todas las ciudades del mundo más metros cuadrados construidos en muros de cerramiento, que metros cuadrados construidos en vivienda. ¡Doble inversión constructiva para obtener apenas una centésima parte de beneficio egipcio¡. De nuevo el hombre, en su paradoja extintiva, parece comprender claramente lo faraónico y desconoce olímpicamente lo vital: la existencia digna. Recomendaría que se eleven muros divisorios, de oro si fuere el caso, cuando todos los seres humanos dejemos de necesitar una vivienda digna.

Cuando ya todos huyen, a la muerte de la tarde, mis pasos lentamente renacen a la vida de la noche. La vida nocturna es otra cosa, no deja ver los pasos de las calles, y me subo entonces al único árbol que encuentro en mi camino: mi jaula del tercer piso.

No puedo dejar de pensar serenamente en el aviso limitado que leí en la mañana: Una jaula busca un pájaro.

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