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Érase un puente muy transitado, muy largo y muy ancho, diseñado por la naturaleza para soportar una atmósfera, y que en cada una de sus extremos terminaba en un Continente: los continentes A y E. El Río que los separaba estaba conformado por varios océanos y cientos de nenúfares.


El uso del puente fue natural en sus primeros milenios, pero con el paso de los últimos años y el incesante incremento del paso recargado de polución de los continentales, empezó a moldear irremediable un agujero en su placa central.


Para los viajeros y turistas ocasionales y permanentes, por su configuración inicial y posterior, el agujero empezó a convertirse en un hito histórico para sus cámaras fotográficas. Llegó a constituir para los osados transeúntes, en casi como apreciar el pausado e inexorable discurrir de un eclipse lunar. Hasta los juglares de paso hicieron sus canciones del folclor, con aquello de que “el puente está quebrado, con que lo curaremos…...”.


Los continentales finalmente estuvieron de acuerdo en que el inagotable agujero debía repararse, antes de que se presentara una tragedia de índole global. Pero antes de resolver la disputa principal, surgió otra gran disputa sobre cuál de los Continentes debía efectuar las reparaciones. El clima era atroz.


Ninguno de los Continentes quería reconocer la importancia del puente natural para sus habitantes. El Continente A sostenía que era tal su jerarquía continental, que los demás Continentes debían llegar a su reino, con o sin puente. El Continente E, por su parte, consideraba que su existencia era de tal manera indispensable, que su ubicación allí desde los albores del paraíso terrenal, le eximía de cualquier responsabilidad en su reparación. La disputa era atroz. El puente parecía obra de Dios.


La querella continúo por siglos, y el agujero indefenso continuó creciendo en desproporciones globales. Equitativamente con el tamaño del crecimiento del agujero, en la misma proporción aumentaba la animadversión entre los Continentes.


Una madrugada del último siglo de carnaval, una multitud de borrachos atravesó el puente, y en su jolgorio de licor y pasos inseguros, tropezaron de cabeza con el agujero del puente, y terminaron de trasero con las piernas rotas.


De quien era el puente ? De quien era el agujero ? Preguntaron. ¡Del propietario del puente!, fue la respuesta unánime de los borrachitos, rememorando la misma filosofía que muchos años atrás había impuesto Simón el Bobito.


Fueron recogidos, llevados ante las autoridades internacionales, y preguntados hacia qué Continente se dirigían, para poder determinar cual de los Continentes tenía que pagar los daños sufridos por las víctimas. Pero todos los borrachos confesaron que no se acordaban, porque aquella noche oscura estaban muy borrachos, y por tanto no recordaban a donde iban, si es que iban a alguna parte. Cada borracho debió pagar de su bolsillo de resaca, su propia rehabilitación.


En vista de la dificultad por dirimir amistosamente la controversia, una Corte Internacional arbitró finalmente la disputa entre los dos continentes, y su sentencia fue tajante: vender el agujero al mejor postor, antes de que lo único que una a los dos continentes sea algo que ya no se pueda vender; y un mandamiento final: repartir las utilidades entre sus propietarios.


Las corrientes progresistas de los dos continentes no salen de su asombro, y peroran sin desgaste, ¡QUÉ OSO NO!. Siguen millones de firmas.


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