Un viejo como Dios

Hoy me encontré al hombre más viejo del mundo. Y lo reconocí por su larga barba verde que le llegaba al corazón. ¡ Los viejos, el corazón, las barbas y lo verde, se buscan hasta encontrarse ¡. Nunca nadie es suficientemente viejo para no encontrar a alguien más viejo que él ¡, y mis ciento y pico de años lo atestiguaban.

Llevaba un traje oscuro de viejo, con zapatos inacabados tan viejos como los caminos que recorría. Todo parecía aprendido en aquel rostro añejo, y nada parecía nuevo para aquellos ojos que lo habían visto todo.

Caminaba con el afán del caracol, sin premuras, como si el mundo se hubiera acostumbrado a esperarlo. Medía sus pasos cual si los contara, en un cuenta pasos que parecía eterno en llegar a los doscientos mil kilómetros señalados. ¡ Todos a la hora de la muerte contamos doscientos mil kilómetros ¡.

Una bufanda sin color, antiquísima, le colgaba por ahí en un alarde de vestuario honroso, que apenas le cubría la boca, que sólo le colgaba huérfana, curada de la vejez y sanada de la memoria.

Y no paraba de caminar, y no paraba de envejecer. Parecía hecho para hacerse viejo, como los elefantes de ficción de los países por explorar. ¡ Siempre sueño entre la contemporaneidad de mis hombres viejos y los elefantes más viejos de la estepas marcianas ¡. Aprendí que los únicos animales viejos son los elefantes viejos, por las arrugas antiguas que alimentan arrugas aún más viejas. En cambio en los otros animales nunca hay vejez, los veo morir en plena reducción de su juventud en los mesones de nuestras cocinas incansables que fatigan la alimentación con la muerte.

Y aquel hombre de realidad no se cansaba de hablar solo, como si repasara lo vivido, como si rectificara su pasado, o como si reanimara su futuro con los naufragios del pasado. ¡ La vida presente es el naufragio del pasado, en el buque de papel del futuro bajo la lluvia ¡. Y hablaba en voz alta, con una modulación sin telarañas, con una voz cavernosa, como si aún quedarán órdenes por impartir, como si algo quedara por disponer en su memoria geológica.

Y le seguí a hurtadillas, primero, y con descaro después, cuando descubrí que no se preocupaba más de los que le seguían como de los que despreocupadamente no le tomaban en cuenta.

Y no pude dejar de caminar hasta alcanzarlo, y preguntarle lo que todos queríamos saber. Y sus ojos de negro infinito, vueltos a mirar como en un jardín de fiesta, acompañaron su respuesta: tengo la edad del universo, hijo.

Supe entonces que el tornasol de su rostro, aunado a la impiedad de su voz, tenían ese color que me atraía siempre: el color del universo, el color doscientos mil.

Este viejo podría ser Dios, o quizás el dueño del universo, porque apretaba presuroso sin querer unas escrituras olvidadas bajo el terco brazo izquierdo. Y no llevaba báculo.

Los encuentros, son sólo eso: encuentros

Los dos diamantes parecían reales, los dos diamantes parecían imaginarios. Mi primera realidad fue el pino medio seco medio verdoso, a cuyo pie los encontré esta mañana.

El diamante más feroz guardaba ineficiente en su interior la letra M. El diamante menos carismático y más lustroso, dejaba entrever en su estómago de cristal la letra B.

Las letras nos sugieren nombres, así como los números nos indican cantidades, y los símbolos señales de ultratumba. Dios en cambio es una letra, un número y un símbolo.

El color en las cosas también sugiere ideas, y los dos diamantes a diferencia de la realidad, tenían el mismo color, un color acuoso, de gemelos. Lo que se repite en la naturaleza es infinito, de ahí que el color inimitable para todo es el infinito, o su hermano, la antimateria.

Entonces lo supe, en un arranque de fortuna, ¡ la temperatura ¡. Si, la propiedad externa de las personas y las cosas por medio de la cual se conocen los interiores de las personas y las cosas, es la temperatura.

Y tomando los diamantes en mis manos, la B en mi derecha, y la M en mi izquierda, noté tenuemente que cada uno sufría una temperatura diferente. Sí, la temperatura se sufre, como la falta de ella luce, es la ley de la temperatura.

Mientras la B parecía cálida y jugosa, sin rastros de rostros, la M en cambio parecía gélida y desatinada, con rostros de rictus. A simple vista prefería la B a la M, aun cuando sus colores atraían como en un pecado venial a hurtadillas, su temperatura invitaba a pecar de la M a la B.

Entonces decidí pesarlos, primero los dos, luego de uno en uno, y pude percibir en mi gramera analógica, la levedad de la M contra cierta proclividad de la B. Al fin una segunda diferencia, el peso. Pero la levedad y la proclividad, como tales, no definen partidas, y en nuestro mundo de realidad la diferencia no daba ni siquiera la posibilidad de señalar la diferencia como género: el sexo.

Ya cansado de mi deambular mental, tardío en la noche que se acercaba incesante, opté por la formula racional que siempre le ha producido al hombre los mejores resultados: ¡ el acaso ¡. Sí, la formula de Jesús y Pedro y los otros diez, dejar rodar las piedras. Y aprovechando la pendiente, tome los dos diamantes y los hice rodar ladera abajo. ¡ Su correr por el mundo de la realidad debía indicar las cualidades que adornaban su interior ¡.

Y a fe que rodaron mis diamantes con tal fruición, que tuve que aguzar mi ceguera del día para tratar de encontrarlos en las tientas de la noche.

Con gran suerte encontré primero la B, que rodó con señorío y donosura, y posada al pie de una anciana que dormitaba un sueño de nunca acabar, aleteó su temperatura cálida para que lo dejará hacer. Supe sin querer, que aquella B interior, más que con el Bien, se acercaba a lo Bueno, y sus reflejos ambarinos señalaban la Bondad.

Corrí en busca del otro diamante, Y a fe que rodaron mis diamantes con tal fruición, que tuve que aguzar mi ceguera del día para tratar de encontrarlos en las tientas de la noche.

Y lo pude percibir cerca de la casa de un perro guardián, que al ruido de la caída de la piedra despertó y olisqueándola la echó fuera de sus predios. La piedra nerviosa continúo su rodar y rodar, hasta que la perdí de vista, y pude notar en su caída insostenible, como su color cambiaba hasta la sudoración.

Y sólo entonces supe que aquella piedra que así se volteaba y corría cual alma que lleva el diablo, en su interior solo llevaba un Miedo que corría sin parar, y que la acompañaría por siempre en su carrera de afán sin saber que la sombra que le seguía era la misma sombra de su miedo exterior.

Aquel día aprendí sin temores económicos, que mientras la bondad corre por doquier sin sobresaltos añadiendo vida a la vida, el miedo huye por ahí despavorido, temiendo hasta de su propia sombra.

Si en lugar de hacer rodar los diamantes para que hicieran su propia vida los hubiera guardado en mi morral de calle, seguramente hubieran dormido el sueño de los justos por todo el tiempo que hubiera transcurrido para recordarlos, o seguramente hubieran despertado pronto ante la necesidad urgente de intercambiarlos por comida.

Es mi obra de caridad del día, no conmigo, sino con la naturaleza. Tengo el mismo sentido vital de las hormigas, prefiero la madera. Y me tendí tardío junto al mismo pino desgarbado, que me dio el tema de esta nota.

Un animal llamado hombre

De todos los animales, los felinos parecen los más fieros. Y ese parecer lo asociamos a la ferocidad que muestra un león tras su presa. O quizás lo asociamos, más que a la fiereza del depredador, al tamaño de la presa.

Un animal mata por instinto más que por brutalidad. ¡ Sólo un bruto mataría por gusto ¡. Un animal mata por obligación cuando está en peligro su propia sobrevivencia, y cuando su territorialidad está en riesgo. ¡ Solo un bruto mataría cuando persigue territorios que no puede abarcar sin abandonar sus territorios ¡.

Cuando el animal depredador sacia su hambre, cesa toda hostilidad, parece como si desconectara en su interior el motor destructivo que se enciende cada vez que la aguja de su estómago marca vacuum. ¡ La brutalidad animal se enciende cada vez que el hambre hace sonar las doce campanadas y adquiere luego una pesadez inteligente parecida a la perfección ¡.

De todos los animales, rectifico, los hombres parecen los más fieros. Y ese parecer lo asociamos a la ferocidad que muestra un hombre tras sus congéneres. O quizás lo asociamos, más que a la utilidad del depredador, al tamaño incompatible de su deseo.

El hombre es un animal que mata con el deseo, más que por brutalidad, y es capaz de llevar su brutalidad hasta el gusto, y es cuando mata con ira e intenso dolor. ¡ Sólo un bruto mataría por gusto y el hombre se convierte en un bruto ¡. Y tenemos leyes que favorecen esa brutalidad del gusto, escritas por idiotas útiles que redactaron sin querer leyes que alivian el instinto.

El hombre mata desde las aciagas épocas en que el hambre diluida abrió leyes de memoria que ordenaban: ¡ no matarás ¡. Saciada el hambre, no había razón para matar, y matar se convirtió en una religión de museo. Matar llegó a ser un deporte de enfermos mentales que no encontraban mayor placer que patear cráneos recortados de sus cuerpos.

Matar en el hombre llegó a ser el verbo que reemplazó al sustantivo que fue su vida anterior: caníbal. ¡ El hombre fue un bruto entre los brutos, cuando fue un caníbal para sí mismo, y superó el canibalismo cuando siguió matando por el placer de ver expirar a sus semejantes ¡.

He descubierto que el hombre nunca superó el canibalismo, y que aún cuando legisla, sólo está tratando de poner orden en el infeliz arte de matar. ¡ Lástima que antes matábamos para comer ¡, y hoy se mata por el deleite de destruir con el mismo regusto con que antes nos perseguíamos como presas.

Antes una presa bastaba por varios días, hoy en día podemos acabar todas las presas que podían abastecernos toda la vida. Prefiero el canibalismo del hambre, al difícil arte de matar sin hambre.

El día que la humanidad deba matar por un mendrugo de pan, estaremos muy cerca de nuestros orígenes: el canibalismo. El día que la humanidad deje de matar a sus congéneres por ideas, estaremos más cerca de la ley, pero más lejos de la naturaleza.

¡ Matar es la debilidad ideada por el hombre para sobrevivir a sí mismo, nacida de un miedo imaginario que le carcome los fundillos cuando mira por la ventana ¡.

Un Dios en apuros

Cuando Dios decidió estar en todas partes, necesitó dormir menos y comer más. ¡Hasta en las leyes divinas se necesita un espacio de reanimación, nutrición y descanso ¡.

Los hombres logrando sobrevivir habían volteado el universo al revés, y tratando de crear códigos de buena conducta se habían inventado métodos masoquistas que blasfemaban la excelsitud de Dios.

Dios estuvo fastidiado del primer invento del hombre: el culto, y soportó heroicamente verse repetido en altares en imágenes andróginas y sentirse renombrado en frases arrodillantes que no hacían más que pedir por bienes que más que terrenales parecían un invento de Dios.

¡ Y Dios llegó a pensar que el culto se podía asociar a un tipo de pandemia que bien pronto podía acabar con la humanidad ¡. Entonces Dios, en un remedio peor que la enfermedad, inventó otros dioses para confundir a los hombres, y logró lo que los hombres sabemos hacer en los momentos de apremio:¡ confundir a los dioses ¡.

Ahora entiendo porque Dios está en todas partes, y como en el cuento de la arañita, adondequiera se mira allí aparece infaltable y repetida, ¡ la misma arañita ¡.

Aun cuando no existen registros históricos escritos, cuando Dios decidió abandonar el mundo por desfallecimiento divino, olvidó desactivar en el hombre el gen del culto, y hoy nos parece una gran verdad filosófica que el hombre inventó a Dios.

Hoy el culto sigue siendo un juego de fin de semana, y causa más daño en los no fieles que en los practicantes, porque mientras los creyentes pecan sin sonrojo, los infieles no saben donde esconderse a pecar.

Del hambre en el hombre con hambre

El presidente estaba loco. Era fácil decirlo luego de oírlo en su perorata vespertina. Era difícil no decirlo al verlo arribar de su recorrido matutino.

Aquella mañana prometió lo único que todos queríamos oír desde el primer día de su campaña. Todos terminamos mirándonos, en una complicidad increíble, tratando de creer lo que los oídos escuchaban.

¡ Amigos, hoy inauguro para siempre, el día del hambre, dijo, en un gesto de llenura. ¡ Qué magia increíble que alguien pueda complacer a los pocos que lo tienen todo sin afectar a los muchos que no tienen nada ¡.

Pavoneado de todos los días inventados, desde el día de los presidentes hasta el día de la madre, desde el día de todos los santos hasta el de ningún santo, inaugurar el día mundial del hambre era la culminación de una gloria inmarcesible. ¡ Era tanto como sentar al lado del soldado desconocido la estatua del soldado conocido ¡

El presidente estaba loco y sus súbditos celebrábamos con la razón los pecados del estómago.

En la ley de la república que estableció el día del hambre se especificaba sin jurisprudencia de embeleco, que la orden se iniciaba a las doce de la noche del día A hasta las doce de la noche del día B. Aquel día supimos la gloria de haber aprendido el alfabeto en un país de analfabetos.

El hambre en el país empezaba a desfallecer ante la arremetida de un presidente que la había sentido de cerca, la mañana de domingo que no pudo desayunar a las 7 de la mañana. ¡ Aquel día supo lo que era el hambre, y prometió hacérsela sentir únicamente a sus enemigos ¡

El primer día de hambre en su país fue todo un éxito. ¡ No hubo necesidad de derrochar millones, sólo sentir lo que sienten los que lo tienen todo ¡. El ayuno total era la mejor manera de combatir el hambre generalizada.

La única vez que vi a un presidente aclamado de verdad sin los rigores de séquitos que promueven los vítores de rigor, fue aquella noche al final del día del hambre.

Al día siguiente ante sus ministros, prometió que el país tendría más días de hambre. Y nuestro presidente no era una persona de promesas, cumplía largamente lo prometido.

El presidente estaba cuerdo la tarde de julio en que entregó el poder, cuando sus súbditos locos de hambre le exigieron con el puño en alto más días de poder.

Había logrado pausadamente pasar del día de hambre, a la semana de hambre, al mes de hambre, al año de hambre, al gobierno del hambre. Nunca ningún gobierno había logrado tal consenso en un tema tan álgido, ¡ el consenso vital sobre lo inevitable, el hambre ¡.

En nuestro país todo dio al traste la siguiente tarde de agosto, cuando un burgomaestre desconocido, subió al poder con el cuento de hadas del día sin hambre.

Era más fácil repartir el hambre que estaba silvestre en todos los rincones de la patria, que repartir viandas a granel en un país edénico donde estaba todo por inventar.

A los cinco días de fallidos días de hambre, el burgomaestre resolvió remediar el problema repartiendo bendiciones diarias por televisión. Aún quedan cajas por ahí.

El presidente que inventó el hambre estaba loco cuando neutralizó el hambre con la única vacuna que sanaba el hambre: el hambre. El burgomaestre que intentó erradicar el hambre estuvo cuerdo hasta el día en que empezó a repartir bendiciones.

El hall de la fama los tendrá a los dos para engrandecimiento de la historia. Ninguno de ellos sobrevivirá para contarlo, ¡ el hambre es traicionera ¡.

El mundo está lleno de hombres, sólo faltan hombres

Hoy vi al hombre nuevo; iba de paisano y se subió al transporte urbano, como cualquier hombre corriente.

Y era difícil su diferenciación, porque el mundo está lleno de hombres, y ninguno lleva escrito en la frente lo que su corazón siente. El hombre aprendió las letras para aprender a escribir sus urgencias, pero no para obligarse a cifrar su estado interior, ¡y menos en la frente¡.

Aquel hombre nuevo, vestido como todos los hombres, estaba desprovisto de algo que los demás hombres llevaban con temblor de piernas, ¡ se había quitado de encima el egoísmo ¡.

Le pregunté la manera, y con gesto suave, tocándome el hombro, sin afanes, me dio la respuesta cumbre: ¡ la memoria ¡.

¿ La memoria ? ¿ Quiere decir que para ser un hombre nuevo se necesita cambiar de memoria y empezar con una memoria nueva ?.

No, no me ha entendido, dijo, para ser un hombre nuevo solamente se necesita no tener memoria.

Y se alejó feliz, con esa felicidad eterna que sólo he visto en los locos de mi pueblo.

El oro de la vida

Hoy vivo, dice el filósofo, y siempre parece dispuesto a morir.

Hoy debo vivir, dice el vivo, y vive. Hoy debo vivir, dice el necesitado, y vive de los demás. Hoy debo vivir, dice el sacerdote, y ora, y vive de dios y de los demás. Hoy vivo, dice el filósofo, y siempre parece dispuesto a morir, y vive para los demás.

La naturaleza enseña que la mejor forma de vivir, es en sociedad, e individuo que se margine de ella, perecerá sin falta. Yo digo que perecerá, ya sea con falta o sin falta, la naturaleza también enseña que en la naturaleza nada falta, como ocurre con el todo.

De la misma forma que no podemos hacer todo al mismo tiempo, esa circunstancia salva el presente, mientras el resto sucede.

Pero ciertamente, podemos hacer algo por alguien, mientras el futuro sucede. Gritar que el mundo debe vivir, me parece soberbio, gritar que la vida debe vivir, me parece absoluto. No debemos gritar, la vida discurre entre susurros de instantes y hacemos algo por alguien si dejamos soñar, si dejamos de gritar.

Si soñamos la vida despiertos, quizá logremos prolongar los sueños, quizá logremos acortar la vida. El filósofo prefiere un botón de oro en su chaleco, a los montones de carbón en su heredad.

El consejo de hoy es no desperdiciemos la vida, hagámoslo únicamente con el tiempo. Si el tiempo es oro, ¿ habrá algún material que pueda asimilarse a la vida ? El agua es vida, y como el tiempo algún día llegará a ser de oro.

¡ Preocupémonos el día cuando sólo halla oro para comer y oro para beber ¡


El tiempo juega a los dados

¡ A veces la inmortalidad no parece real si no hace fuego en nuestro corazón de tela ¡.

El prestidigitador parecía un triunfador, pues su rostro de realidad se adelantaba un segundo a la realidad de miedo de sus observadores. Aquella tarde, frente al semáforo jugaba con fuego, y a nadie parecía importarle. ¡ A veces la inmortalidad no parece real si no hace fuego en nuestro corazón de tela ¡.

Los carros se arremolinaban igualmente tras el semáforo, y los cambios de luz les parecían minutos y horas, medidos en el reloj de afán de los conductores, que sin darse cuenta cambiaban vida real por vida de colores.

¡Y la realidad del instante parece cambiar, cuando la vida granea segundos a la mazorca de la vida o cuando el instante roba segundos al relámpago¡. El prestidigitador iniciaba una danza del fuego cada vez que la luz indicaba rojo, cuando los ojos apurados de los conductores abrevaban en la espera ordenada del tráfico incesante.

Y en un santiamén de miedo encendía un leño y lo lanzaba al aire, y encendía uno más, y otro y otro, en una sumatoria de leños en el aire, que se multiplicaban con la altura y que iluminaban con fuegos los ojos despavoridos de los conductores que ya no podían quitar los ojos de esos fuegos fatuos que bailoteaban sin descanso.

Alcancé a contar diez leños cabrioleando en el espacio, donde cada uno de ellos describía una elíptica impecable sobre un eje imaginario que coincidía con el corazón del artista lacerante.

De la misma forma relampagueante como los leños se encendieron, cada uno de ellos se fue apagando en ese universo improvisado, y los ojos avizorantes del público cautivo pudieron observar por fin el rostro sudoroso del danzante. ¡Un negro chocoano, sin camisa y enfundado apenas en unos pantalones que nunca fueron suyos, babeaba una sonrisa sin miedo que si era suya, y empuñaba un sombrero vueltiao que pasaba por entre los carros a la espera de la limosna que le permitiera segur con vida para seguir con el espectáculo¡.

Terminada la función se recostaba en el semáforo hasta ver pasar su audiencia, en una espera que era de minutos, pero que fue de horas si sumamos todos los afanes avasallados por el fuego.

Aquel hombre de color, sin querer había regalado vida de color, a muchos transeúntes de vehículo, que quizás desprecien a un negro de fuego, que marcó con un minuto de leño sus vidas de carreras. ¡Aquella inmortalidad de segundos alimentó la vida de una persona, que por unas monedas fue capaz de armar una tormenta en un vaso de fuego, pero igualmente robó a su vida horas de vida si sumas cada minuto de vida de las vidas que estuvieron expectantes¡.

Cuando hablas a más de una persona, sea dos, el tiempo que tomas de los demás es el doble de tu tiempo, en una aritmética donde uno es igual a dos. Y no pensemos si son más de dos, porque se dará el caso del prestidigitador que rompiendo todas las matemáticas en repetidos espectáculos se quedará con todo nuestro tiempo. Algún día dios facturará a ese tiempo el IVA.

¡Perdónenme su tiempo, amigos, pero cual prestidigitador, en mi sombrero he encontrado mas que monedas, su tiempo¡.